La noche había vencido una vez más al día en la tan habitual guerra de desgaste, y ahora un manto oscuro y de espesa nieve culminaba hasta las más derruidas tejas de un pueblo hasta esta noche desconocido por el resto del mundo. Era un pueblo pequeño y casi todos sus habitantes eran conocidos y criticados entre sí por una comunidad no abierta a cambios. Poesía y demás textos literarios estaban llevándose a cabo por una de las promesas, ya consagrada, más jóvenes de todo el país. Oyentes analfabetos reuníanse en tardes de sobremesa en torno a falsos juglares en las pedregosas calles del pueblo. Escuchaban cada uno de los textos escritos por el joven, y recitados por otra persona. Se sumían en los mundos soñados por él, y deleitaba en cortos espacios de tiempo de nuevas aventuras de valientes soldados y criaturas fantasiosas que ni el más pequeño de los niños del lugar era capaz de imaginar. Poco se tardó en correr el rumor por pueblos de que alguien estaba haciendo algo así. Y aún menos tardó en llegar a oídos del Rey. Éste, intento de escritor, más frustrado que intento, no tardó en resaltar sus achares hacia él, y condenó con pena de muerte a la persona que escribiera alguna historia en el pueblo, prohibiendo así toda publicación de nuevas obras; refiriéndose de esta manera únicamente a nuestra joven promesa. El pueblo, indignado, rebatió la absurda ley y manifestáronse en calles al son de fuertes gritos e insultos. Nada pudo hacerse ya.
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Casi una docena de guardias atravesaban uno de los últimos callejones hacia el lugar en el que debían dar caza al violador de leyes. En la ciudad de noche, una de las ventanas de una de las pocas torres continúa alargando su día, la de nuestro violador, que con gran soltura escribe la que será su última gran obra. Pensamientos almacenados durante para él eones quedan plasmados sobre papel quebrantando así su ley. Está decidido, y sabe que deberá pagar la condena para vencer su condena. No puede ahogarse más en su silencio.A la derecha de su escritorio se encuentran sus velas, fieles y leales hasta el último punto. No hay mucho más que decir del resto de artilugios inútiles y desordenados que se encuentran sobre la madera del viejo escritorio. Quizás lo más valioso era el papel palpable que ahora se encontraba entre sus manos y que quitábase de vacío a cada segundo que pasaba.
Un estruendo sorprende a vecinos y no al propio escritor. Estruendo de puerta golpeada. La casi docena sube las escaleras, y sus espadas todavía envainadas no son capaces de guardar el silencio que hasta entonces reinaba y deciden gritar como quien en vez de subir, cae por unas escaleras. Nuestro escritor siente ya el susurro de espadas silbándole en su oreja a pesar de que aún quedan algunos segundos; no le queda mucho para acabar su obra. Y estos segundos parecieron acortarse pues ya la casi docena se encontraba tras la silla del gran. No tardó mucho en comenzar a hablar uno de ellos, probablemente, el de mayor rango; comunicando palabras que no eran propias. No hubo un intercambio de frases entre ambos bandos, y al alcanzar el tan ansiado punto y final levantose rápidamente de su silla, diose la vuelta dirigiéndose hacia su injusticia y plantándole cara, como al papel, mirola fijamente a los ojos. La escena concurrió con velocidad y ya se encontraban sacando el cadáver de la habitación y saliendo los diez guardias, cuando uno de ellos escudriñó papel escrito. Y tan solo se atrevió a mirar el título de la pena, que, titulábase con números. Una fecha.
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