Cuentos de castillos sin dragones

10.28.2011

El silencio reinaba, como era ya habitual, en el dormitorio donde se encuentra presa. Mirando algún punto perdido de lo que es su cielo sin estrellas, mata a este silencio con los gritos de sus pensamientos. Aprieta los labios con dureza, haciendo parecer, desde el exterior, que está tomando una importante decisión.  
Un mito la mantenía presa en su propio castillo. Ninguna fuerza, dragón, o ser superior impedían la marcha de lo que era su celda. Siempre pudo abandonar el castillo, para recorrer el mundo y vivir lo que serían las aventuras de los cuentos, repletas de momentos para el recuerdo y vivencias dignas de diario con anillas. Pero nunca se atrevió a cruzar la puerta. Pues años atrás había encontrado un libro, en los estantes de su vieja librería, que profería algún tipo de leyenda, en parte, maldita. Y es que, entre las líneas de aquel gran libro de tapa dura, se encontraba un mensaje que marcaría por siempre el rumbo de nuestra protagonista; haciéndola vivir en su propia desgracia. "Las puertas hacia tu mundo están abiertas -decía- puedes salir cuando desees. Pero el mundo que se cierne más allá de aquellas colinas no es el mundo con el que sueñas. Tan solo encontrarás el mundo de tus sueños cuando esa puerta no seas tú la que la abra, sino tu apuesto príncipe. Entonces encontrarás todo lo que soñaste en él." 


Días que se antojaron años. Y horas que se antojaron lustros.
Nuevamente en aquella posición de reposo se encontraba, y con sus habituales pensamientos surcando el mar de su mente. Esperando, así, a su príncipe. Nunca se sintió la princesa nombrada por cuentos, y mucho menos tuvo la necesidad de un príncipe, y aún menos sintió que debía ser rescatada; pero su mundo estaba menguando, y tan solo le quedaban aquellas palabras en viejo papel. Palabras por las que soñaría cada una de las noches en su dormitorio, y palabras por las que habría matado para saber si eran tan ciertas como su dolor. Pero no podía hallar respuesta. Tan solo el tiempo, muerte lenta e irreversible, darían su respuesta.

Pero entonces, tras un espacio de tiempo que ni ella era capaz ya de medir, algo cambió en la mentalidad de la princesa. Ahogada en sus angustias, cansada del insípido presente, y queriendo leer el final del libro aún yendo por la mitad, decide emprender su camino hacia el exterior. Sabía que no era ella la que debía hacer ceder aquella puerta, pero su príncipe era tan lento como los segundos en soledad. Y sin coger nada, y con pasos firmes y manos temblorosas, se acercó hacia la puerta.

Un simple empujón fue suficiente para hacer que aquella gran puerta de visagras negras cediera, haciendo entrar así, en lo que era su "mundo" un poco de luz. Aquel segundo bastó, para que la chica imaginase que lo que profería aquel libro era falso, y que todas aquellas aventuras podría vivirlas sin la necesidad de aquella estúpida espera. Ante ella vislumbraba una verde colina, y árboles en su cima. Cielo azul, y flores preciosas firmaban el escenario a los pies de ella. Entonces miró hacia la derecha, junto a los muros de su castillo. Y a no más de dos metros de aquella puerta, se encontraba la figura de un hombre envuelto en pesadas cotas. Su casco de metal reposaba en el suelo, junto a su espada y escudo, y aún más en la lejanía era visible un caballo que corría libre por aquellos campos. Escrito sobre el torso de la armadura, con tinta negra, un número. La princesa, extrañada, le mira inquietamente, sin apartar la mirada de sus ojos. Él responde su mirada, y de su boca surge curvatura a la par que sus ojos se dirigían hacia el suelo, y su cuerpo entero se disponía a levantarse de aquel verde. Él se acerca a ella, aún con aquella pícara sonrisa, como si supiera que estaba pasando; todo lo contrario de ella. Entonces ella comienza a hablar:

 - ¿Eres tú el príncipe por el que mi vida quedó reducida paulatinamente a una incierta espera en lo alto de mi castillo, por el que coarté toda mi vida en su tardía llegada, y que ahora se encuentra recto y burlón ante mí? ¿Por el que debía suspirar a cada segundo que pasaba deseando que llegase para librarme de mis males imaginarios producidos por la soledad fría de mi castillo? ¿Eres tú aquel que debía atravesar la puerta de mi dormitorio, extender su abrazo acabado en dedos extendidos hacia mí, invitando a fundir nuestras manos en una sola y con el que viviría cien mil aventuras?

Asiente él.
 - ¡¿Y por qué descabellada razón - continúa ella - me encuentro al motivo de mis males esperando tumbado junto a mi puerta, disfrutando de la paz del verde mundo y con su caballo corriendo por mis tierras, en vez de abrir apresuradamente fácil puerta y llevarme con él?!

 - ¿Y por qué no me fuiste a buscar vos, mi señora?

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